Muchas tardes tengo la sana costumbre de “ir de iglesias”. Como la ciudad es muy grande y arrastra una historia envidiable, posee una cantidad muy generosa de iglesias bizantinas. Es más, hoy en día se siguen construyendo.
Son todas muy parecidas tanto en su interior como en su exterior. Presentan mismas formas y colores, aunque cada una tiene una peculiaridad que la distingue de las otras. Pero otro día profundizamos en ello.
Como decía, hay tantas iglesias que uno no puede abarcarlas todas del tirón. Necesitaría más de una semana para verlas todas o casi todas. Consecuentemente, se trata de ir peinando zonas. Un día al este, otro al oeste, a la zona centro, cerca del mar, hacia el barrio de Kalamariá, hacia la estación, etcétera.
Tratar de hacer fotos al máximo número de iglesias posibles era mi objetivo.
Las del centro son las más conocidas, como es lógico, aunque si uno se pone a contar, pasa por delante de casi una decena de iglesias cada día, que no es poco. Y no entra en ninguna, todavía no sé muy bien porqué. Pero yo no soy de esos y fuerzo la puerta del templo si hace falta.
Las naves más significativas de la ciudad ya fueron visitadas meses atrás, pero uno vuelve de vez en cuando para observar nuevos detalles. La cantidad de iconos es abrumadora, la orfebrería que esconden los templos y las lámparas gigantescas que los iluminan hacen que uno se quede ensimismado tratando de descubrir nuevas miniaturas que pasaron por alto en una visita anterior. Los mosaicos me cautivan. Esas teselas, generalmente semienterradas, que dejan entrever la figura de algún santo o la imagen de Nuestro Señor, son el no va más. Uno se entretiene en buscar un significado, en dibujar en la mente cómo diablos debía terminar la figura de aquel caballo o que escondía la cara rayada de aquel personaje. Los mosaicos de Agios Dimitrios, aunque escasos, son prueba de lo que digo. Son testigos mudos de la historia del mundo bizantino y de la ciudad. A simple vista se observan restos oscurecidos fruto del terrorífico incendio del 17. También detalles diminutos que fueron descubiertos bajo algún mural pintado por los turcos durante la ocupación. Arte e historia siempre unidos de la mano. De obligada visita son también los mosaicos que quedan en el antiguo Palacio de Constantino, en la Plaza Navarinou, en pleno centro de la ciudad.
La historia ha sido cruel con la ciudad. Se han cebado con ella las guerras y las tragedias naturales. Muchas veces la iglesia se construyó sobre otra más antigua que quedó en ruinas tras algún bombardeo. Un terremoto que causó estragos obligó a restaurar lo poco que quedaba de aquella otra. Un sinfín de catástrofes, anécdotas o simplemente la caprichosa historia que ha querido que la evolución de las iglesias bizantinas sea ésta y no otra. Las criptas y las capillas más viejas que han quedado intactas, son una reliquia que hay que mantener al precio que sea. Dan una idea de lo que debió ser aquello en su época de máximo apogeo.
Pues esta vez me fui hacia arriba. Había hecho un par de incursiones, pero no llevaba la cámara encima. Y allá que me voy. La pendiente es considerable y la cantidad de casas y calles hace de la zona un autentico laberinto. La opción fácil es la de seguir la carretera por la que no paran de subir y bajar coches, motos y autobuses. Pero como siempre pasa en esta ciudad, las aceras están repletas de coches aparcados sin la menor consideración. En consecuencia, uno se ve obligado a pisar el asfalto en muchas ocasiones, con el peligro que ello conlleva. Además, la carreterita de marras no sigue una línea recta. Rodea la muralla hasta llegar a la cima. A ello hay que añ adir que muchas de las iglesias, que es lo que interesa, se hallan en lugares recónditos. Muchas veces las descubre uno sin querer. Eso es lo divertido del asunto.
En primer lugar localicé las naves que son más grandes o más fáciles de encontrar, que generalmente se ven desde alguna calle transitada. En Salónica uno debe prestar mucha atención en los cruces de calles, no sólo por el peligro que uno corre de ser atropellado, sino también porque suelen verse iglesias en las esquinas de las manzanas. En la zona norte hay descampados y casas en ruinas que pueden confundirte. Divisas una zona limpia de casas y te acercas esperando descubrir algo sorprendente, pero te encuentras unas gatos vagabundos tumbados panza arriba.
Una vez que uno entra en los callejones, puede desorientarse porque al estar construidos en pendiente, los edificios te cubren la visión de las otras calles. Asimismo, uno puede encontrar algún jardín interesante de alguna viuda rica, alguna casa pintoresca o alguna capillita.
Mi primer objetivo era llegar a San Nicolás y volver a la de los Doce Apóstoles. Además, recordaba otra que había relativamente cerca que estaba en obras. Pero encaro la calle errónea y no la encuentro. Buen comienzo. Sigo subiendo y llego a la que yo creía que se llamaba de los Doce Apóstoles. En la entrada leo Ieros Byzantino Naos Taxiarjon. Hago las respectivas fotos y continúo la excursión. No me decido a entrar a la parte inferior de la iglesia, donde hay una altar precioso y una especie de capilla, no sea que me salga el monje del otro día. Había estado otro día por allí cuando se hacía oscuro, y de no sé donde apareció un monje que me pegó un susto de muerte. Y encima llevaba una melena casi hasta el culo.
Para llegar a San Nicolás tengo que descender ligeramente. Lamentablemente vuelvo a perder el norte. Me equivoco de calle y bajo demasiado. Me muevo al este y encuentro una plaza que me suena del otro día. Llamó mi atención porque estaba llena de pintadas a favor del Iraklis, cuando la ciudad la pintan los del Paok o los del Aris. Mi olfato me dice que ando cerca y esta vez acierto.
Me planto en la puerta, pero esta cerrada. Y es que para llegar hay que cruzar un jardín que guarda una valla con verja. Me irrito. La puerta tiene echado el candado. El letrero reza que esta abierto de lunes a viernes casi todo el día, horario de misas y demás. Estoy en hora de visita, pero allí no se ve a nadie. Misión fracasada. Para colmo, es imposible hacer alguna foto decente porque los árboles tapan la entrada. Busco una puerta trasera. Rodeo el jardín y encuentro otra puerta, también cerrada, aunque le permite a uno ver la iglesia desde atrás. No quepo. Apenas puedo meter la mano, sujetar la cámara y darle al botón. Más vale eso que nada.
Retomo el viaje buscando nuevos monumentos. Ahora quiero llegar a una de las iglesias más espectaculares de la ciudad, por su localización privilegiada. Desafortunadamente, por el camino, no encuentro ninguna otra. Eso sí, disfruto de unas bonitas vistas de Salónica. Escapo del laberinto y llego a la carretera que une el centro de la ciudad con un bosque, el zoológico y algunos barrios residenciales. Observo la muralla turca y paseo lentamente en dirección a la iglesia anteriormente citada. Desde lejos luce espectacular.
Agios Pablos es más grande que las otras. Y muy alta. Y muy moderna. Demasiado moderna para mi gusto. Tan nueva que ni siquiera está acabada. Los arcos en los que acaban las columnas están muy arriba y hacen que el espacio interior se amplio. Sorprendido tras ver que sigue en construcción, sigo la visita. No me acaba de convencer tampoco el interior. Por muchas pinturas bizantinas y algún que otro icono, las paredes están demasiado blancas. Y pobres en decoración. Supongo que es cuestión de tiempo para que luzcan esplendorosas. Una iglesia que no huele a incienso ni a cera de velas que se queman, no es una iglesia. Prefiero las iglesias llenas, cargadas de simbolismo, con las paredes sucias, heridas por el tiempo. Con todo, hago alguna que otra foto de calidad y contemplo la inimitable puesta de sol desde la salida.
Muy cerca de ésta se halla la antigua Iglesia del Apóstol Pablo, de 1920. Pero no se puede entrar y saco una foto desde el muro. Decido regresar. Si encuentro alguna otra, cojonudo, pero si no, no pasa nada.
Casi enfrente de la del Apóstol Pablo, hay otra iglesia en ruinas en la que no veo placa alguna que la identifique. Está en restauración. Nada más sacar la foto, resbalo y casi me caigo. He pisado mierda. Y no sólo eso. La arrastré unos metros y encima es de las blandas. Tras cagarme en el perro y en su dueñ o, levanto la planta con disimulo para curiosear. Horroroso. Pisé con fundamento. La pieza era crujiente por fuera, pero cremosa por dentro, como las croquetas del cocinero de la tele. Encima, la planta de mi zapato no es de las planas. La mierda penetró en las grietas y en los pliegues concienzudamente. Busco algún escalón donde poder restregar. El remedio es peor que la enfermedad. Intuyo que el regalo debe ser reciente. Huele. Incluso estando al aire libre y con brisa, a uno se le mete el hedor en los agujeros de la nariz. Frota que frotarás, pero el pastel se agarró al pie y sigue desprendiendo peste. Lógicamente, sigo arrastrando el pie con disimulo, pero no hay manera. Paso cerca de una terraza con unas vistas al golfo maravillosas, pero no puedo parar a tomar nada por no herir al camarero.
Sigo por las callejuelas buscando poder sentarme en algún lugar para meter un palito por entre los pliegues de la goma del zapato. Y así lo hago. Va saliendo, pero la peste no huye. No es cobarde. Cuando veo que más o menos la cosa está limpia, encaro la carreterita que me conducirá a casa. Piso un charquito que hay en la acera y me dejo resbalar. Y a pesar de todo, yo sigo oliendo a caca.
Cuando llego cerca de casa, caigo en la cuenta de que la iglesia que no localicé al principio de la escapada, está apenas a un minuto de allí. La encuentro y la fotografío desde fuera. Anteriormente pasé por Osios David, aunque tampoco estaba abierta.
Llegué a casa con las orejas gachas. Salí a la terraza y puse el zapato en agua tras quitar algunos restos de mierda que seguían ahí, agarrados a su presa. El zapato durmió al aire libre esa noche y yo me puse a escribir para que quede constancia.
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