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jueves, 9 de junio de 2011

Una tarde en IKEA.



Como el centro comercial del que hablamos está en las afueras de la ciudad, habrá que coger el coche o el autobús. Si se coge el segundo, correremos el riesgo de tardar más de una hora en llegar. Es el trayecto más largo de todas las líneas que existen y recorre la ciudad por dentro de punta a punta. Encima, como seguramente da la casualidad de que vas a la hora en la que todo el mundo circula por la calle, te quedarás atascado entre parada y parada. 

Supongamos entonces que la opción escogida es la segunda. Para llegar al destino hay que coger la circunvalación y así llegaremos antes. Uno nunca acierta con la salida exacta porque hay varios centros comerciales en la zona y cada uno tiene su entradita. Además, hay una serie de rotondas, todas iguales, que complican mucho el cometido. El paso subterráneo no hay manera de encontrarlo a la ida. En cambio, para cogerlo a la inversa nunca hay problema. Son más que probables las equivocaciones, sobretodo las primeras veces. Después de tomar varias curvas en herradura y hacer maniobra para que pase el autobús, entramos en el fabuloso mundo del parking. 

De tan grande y tantas plazas, uno se abruma. Y coches por aquí y por allá circulando y haciendo marcha atrás por todos lados. Como siempre, hay que acercar el coche lo más posible a la entrada a pesar de que a menos de treinta metros hay sitio para tres o cuatro camiones. Ves un hueco a veinte metros y un coche, que entra por el otro lado, se convierte en tu enemigo. Ambos perseguís el mismo objetivo. Das un par de acelerones para llegar el primero. Resultará que es el hueco reservado para minusválidos y le darás un golpecito al volante en señal de rabia. 

Hay gente que parece que vaya al parking a aprender a conducir. Los giros y las maniobras, además de las señales, serían dignos de lugar de examen de conducir. Pero claro, aquí los conductores expertos hacen lo que les sale del embrague. 

Finalmente, con cara de resignado, el chófer regresa a la zona de nadie, donde no hay sombra ni coches. Dejamos el coche en el “Búho 7”, es decir, el que está más lejos. Como para buscar una excusa por su falta de pericia al volante o para justificarse, el chófer apuntará que “así estamos más cerca de la carretera…”

Con el tiempo, uno se da cuenta de que lo mejor es aparcar el coche cerca de la puerta de salida, claro. 

Tras pasar la enorme puerta giratoria, que uno siempre tiene la impresión de que se va a parar cuando pasas, el aire acondicionado te golpea en la cara. En el hall de la entrada la gente no para de estornudar. La veteranía nos aconseja ir al baño. No viene mal descargar antes de la excursión y refrescarse un poco. Los lavabos son de lo más moderno aunque por estadística, de cada cinco tazas una está embozada. 

En la entrada habrá gente “jugando” con los cajeros automáticos estratégicamente situados. También hay una zona de guardería allí para dejar “a las fieras”. Será ver tanta pelota, tanto tobogán y tantos muñecos, que no habrá manera de frenar a los churumbeles. Las pobres chicas que vigilan están hasta las pelotas, pero no les queda otro remedio que seguir gritando al que baja boca abajo por el tobogán. No aconsejo asomarse al lugar, porque los niños se descalzan y se contagian los piojos animadamente. 

En el IKEA beberemos agua aunque no tengamos sed. El mero hecho de darle al botoncito y manejar la maquinita nos excita. ¡Y encima es gratis! Incluso hay gente que bebe cuatro o cinco vasos. 

Muchas veces vamos al centro a pasar el rato. En teoría, a no comprar nada… “pero coge la bolsa amarilla por si acaso”. Las primeras cuatro o cinco habitaciones serán examinadas al detalle. Que si las lámparas por ahí, que si la cocina por allá, etcétera. Y nos sentaremos en el sofá, que tiene el agujerito hecho de tanta gente que se ha sentado hoy. Los hombres solemos poner pegas, pero a las mujeres todos los sofás les parecen cómodos y baratos. “Qué bien quedaría en el salón enfrente de la tele…” La alfombra, requetepisada, está muy sucia y acumula ácaros. Los cajones de la cocina y las vitrinas son abiertos una y otra vez por simple curiosidad. 

Los elementos de decoración son peligrosísimos porque todos caben en la enorme bolsa amarilla. Ni el saco de Papá Noel es tan grande. El hombre cargará con el petate y al segundo o tercer objeto empezará a quejarse del peso de la jodida bolsa. Se producirán discusiones de pareja incluso subidas de tono. Según él, en la casa no cabe nada más. Según ella, cualquier rincón es susceptible de ser decorado. En todas las repisas caben marcos de fotos y en las mesas velas de todo tipo. Sorprende la gran cantidad de velas diferentes que venden y el éxito que tienen. Muchas veces se compran velas pero nunca se encienden. Ella va a lo romántico y él a lo práctico. En este “clásico” toma y dacha a ella le da por mirar los pisos de 35 metros cuadrados. 

Los hombres no entienden el motivo de la vuelta de reconocimiento por dentro del falso pisito. Ellas lo justifican todo. Dicen que sólo miran y cogen algunas ideas, pero empiezan a abrir armarios como si el piso fuera suyo. Volveremos al pasillo y nos sentaremos en cualquier silla o sillón que haya por ahí. Parece mentira pero las mujeres se pierden dentro de esos falsos pisos del IKEA. 

Aparece el cansancio y todavía no has llegado a lo que te gusta, el bar. Por suerte, otra maquina de agua milagrosa asoma en el horizonte. El típico cartel de plástico en el suelo avisándote de que el piso está resbaladizo, te indica el camino. Y vuelves a beber aunque no tengas sed. Te tomas un respiro y observas a la gente yendo de aquí para allá como poseída, con los carros ya llenos cuando “la carrera” sólo acaba de empezar. Debéis evitar echar un vistazo a los carros de los demás, porque “seréis tentados”. Sentiréis envidia de aquella percha, de aquella toalla o de aquella sartén que no hubo manera de encontrar. Lo peor es que el síndrome aparezca cuando ya estás en la cola de la caja. Porque ahí los carros te los encuentras aunque no quieras. Se llega incluso al caso de preguntar a la vecina de dónde diablos ha sacado esa lámpara. Para satisfacer algún capricho, el carro saldrá de la fila y “el esclavo” volverá atrás para intentar encontrar la reliquia. Ella aprovechará esos escasos dos minutos de ausencia para darse otra vueltecita más.

La zona de las camas está llena de gente tumbada a la bartola. Son los vagos que, con la escusa de probar lo cómodas que son, se pegan una siestecita. Se lleva mucho lo de tocar las almohadas y saltar para comprobar los muelles. Sigue pasando gente y empiezan el mareo y las ganas de cagar. Son sensaciones que van unidas en estos lugares. Y un gusanito empieza a runrunear en el estómago. 

A la hora y cuarto recomiendo no pararse cerca del pasillo, porque la gente empieza a sudar. El olor del tío sudado, generalmente en chándal, que se cree alguien porque en el carro lleva a sus dos hijos pequeños, puede arruinarte el día. Arrastran la peste y enseguida buscas alguna vela perfumada donde poder meter la nariz. Pero el calor no ayuda y el agobio crece. Además, en la sección de niños huele a caca. 

A mí lo que me gusta es abrir cajones en la cocina. A la mierda lo demás. Es curioso ver como las mujeres, que en teoría suelen ser las cocineras de las casas, no se interesan lo más mínimo por las mismas. La de utensilios que salen por ahí dentro. ¡Y la de chorradas que hay! Todo con su precio puesto y con su tontería. 

Ellas prefieren coger el metro de papel y ponerse a medir. Las medidas de los muebles vienen escritas pero no importa. Y con el metro los lápices. En todas las casas del mundo hay algún lápiz del IKEA. ¿Quién no se ha llevado una docena alguna vez? Al salir hay unas cajas donde depositarlos para reciclaje. No hace falta decir que las cajas están siempre vacías. 

Los muebles son medidos tres o cuatro veces, pero al llegar a casa nadie se acuerda de nada. El sitio donde pensaba uno ponerlo es demasiado estrecho con lo que todo queda en agua de borrajas. Pero da igual. Lo bonito es medir, discutir, robar los lapicitos y chocar con los carros. Ya a la altura del restaurante, estratégicamente situado al mitad del recorrido, uno siente la necesidad de tomar algo. Lo del marketing lo tienen absolutamente dominado. La comida está tirada de precio y los desayunos son de cuchillo. Además, ¡los martes te regalan el café! ¿Quién va un martes al IKEA? Pues ahora ya lo sabéis. Bebes algo siempre reutilizando el vaso para tomar más de una ronda y así amortizar el mísero precio que has pagado, etcétera. 

La segunda mitad del recorrido se hará de manera más rápida, en parte porque los muebles ya se han visto y los pisitos y las camas también. En la zona de los despachos veremos ordenadores portátiles que tocaremos, confundiéndolos con verdaderos y libros, todos iguales, escritos en sueco. La gente, algo cansada, parece tener prisa por llegar a la meta y empezará a coger atajos con el carrito. 

Pasaremos la zona de baños, la de lámparas y bombillas, la de alfombras y alguna más, hasta llegar a la zona que yo llamo “de los restos”. Allí es donde están las cosas más útiles y baratas. El sueño de todo comprador compulsivo. No importa si la bolsa está ya hasta arriba. Unos platos de plástico que “ya utilizaremos alguna vez”, un cortador de fruta que vale dos euros, tres sartenes a precio de una, una taza de café, un cuchillo… Ahora todo vale y todo cabe. Pero si pasa de cuatro euros no, que hay que ahorrar y no está el horno para bollos. 

Justo antes del final y tras desesperarse el miembro varón de la pareja porque ella sigue oliendo velas en una esquina, llegaremos a la zona de las macetas. Hay unas plantas que llevan el líquido elemento incorporado, unos cactus minúsculos y poca cosa más, pero la gente llena el carro para dar envidia al otro piloto. 

A continuación, el almacén se nos presenta inhóspito, lúgubre, solitario. ¿Dónde se ha metido todo el mundo? Apenas encontraremos un par de operarios moviendo cajas por allí dentro. Los enormes pasillos con sus letras y sus cajas saludarán al viajero y le recordarán que es su última oportunidad.

Uno de los dos errores que suelen cometerse en este momento del trayecto es el de creer que dentro del carrito que llevamos cabe absolutamente todo. Y no es así. “Las medidas engañan“, podríamos decir. Lo que en la exposición parecía una mesita de noche ahora parece una mesa de salón enorme que pesa un huevo y medio. Deberemos ir en busca de los otros carros, especialmente diseñados para transportar según qué tipo de paquete. El segundo error es el de no haber anotado el número del pasillo donde se encuentra el mueble que nos interesa. Habrá que hacer memoria y volver atrás para reencontrarse de nuevo con el objeto de deseo. Se nadará a contracorriente con lo que conviene ir cogiendo pequeños atajos o moverse por las esquinas.

Concluida la visita, sólo queda rendir pleitesía a la zona de oportunidades, donde hay muebles defectuosos o que estuvieron en vitrinas de exposición, y el perrito. El mega carro es incomodísimo y la maniobrabilidad dificultosa, pero no importa. La salchicha pide cita con el estómago. No importará tener que hacer cola durante más de quince minutos ni tener que claudicar ante sudores y malos olores. El hot dog a sesenta céntimos se vuelve irresistible incluso ante los ojos de Dios. Y por un poco más puedes llenar todos los cubos de cola que quieras. La mayoría engulle más de un perrito e incluso llena la bolsa para llevárselos a la playa. Es la auténtica comida rápida porque apenas dura cinco minutos en nuestras manos. Abusamos del Ketchup y la mostaza, manchando luego la mesa como es de merecer. El carro espera paciente en medio de dos mesas llenas de chavales que no paran de eructar. Hay grupos de chicos que no van a IKEA, van al frankfurt del IKEA a rellenar la tripa. Hasta que el cuerpo les diga basta. 

Volveremos a llenar el vaso de plástico, lo taparemos y cogeremos una pajita. Añadiremos mucho hielo porque queda camino por delante. No importa sentirse hinchado y falto de respiración. Gula. A veces da la impresión, cuando uno ve a según qué grupo de guiris, que prefiere irse con el perrito en una mano y con la bebida en la otra, que con el carro. A veces se ponen a tragar a toda velocidad porque el padre de familia está hasta los mismísimos de esperar. A eso le llamo yo apurar.

Y llegamos al final con otro “gran clásico”. Voy a ponerlo en mayúsculas para que os enteréis todos: LOS COCHES NO SON FURGONETAS. Nos creemos que en el coche cabe absolutamente todo. Como existe una especie de trauma si nos vamos con el carro vacío, lo cargamos con cosas largas y pesadas hasta los topes y dejamos de ser conscientes de que el coche no es un vehículo de carga. Creemos que algunos muebles pueden entrar en el coche por la fuerza. ¡Las piezas no son flexibles!

A veces es cuestión de orgullo lo de meter algunas cajas o maderas. Buscamos colocarlas en diagonal, bajando el asiento del copiloto, cerrando dulcemente el maletero, etcétera. Pero no hay Dios que lo meta. Habrá que quitar la parte de atrás, sacar los balones de los niños y los juguetes, y “desnudar” el maletero. A ver si así… Dará igual que parte de la tabla salga por la ventana con tal de no pagar a un transportista. Deberían poner un aviso: los muebles del IKEA pueden provocar accidentes. 

El maletero a rebosar, a veces incluso semiabierto y atado con unas cuerdas, las cajas moviéndose de lado a lado en las curvas, el cambio de mano invadido por la madera, un almohadón en el culo… La falta de visibilidad para el piloto es notable, pero no importa; todo sea por no pagar un pequeño plus. 

Muchas veces se da el caso de que, una vez colocado todo, no cabe el copiloto. Habrá que volver a empezar. En familias grandes se deberá elegir entre la mesa de la cocina o la abuela, para hacernos una idea. O que los niños vuelvan en autobús. 

Tras forzar puertas y ventanas, apretar a los niños y aplastar a la abuela, todo parece en su lugar. Habrá que subir los muebles, las maderas y los artículos comprados en el ascensor o por la escalera, según la circunstancia. Y entonces, justo en el momento de tener que montarlo todo, la gente que te pedía que la llevases al “paraíso“, desaparece misteriosamente entre las cajas.       

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